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El orgullo de ser…

Como muchas cosas en la vida, las ideas en torno a algunos asuntos suelen tener cuando menos dos aspectos. Suelen ser vistos como diametralmente opuestos, convirtiéndose muchas veces en conceptos diferentes que convergen o se interpretan bajo una misma definición. La variante en estos casos tiende a venir del trasfondo de quien quiere explorar el tema. Válido ejercicio en muchos casos, pero que no ha de ser excluyente, pues se dará una interpretación constructiva o negativa según sea la naturaleza de quien construya el mensaje.

Mentes atormentadas tienden a ver la vida como un cuadro surrealista, mustio y lleno de sombras profundas, con angustias plasmadas en frustraciones ocultas en las excusas bizarras de la académica inflexible; otras mentes, por contraste, buscan de la misma definición el aspecto más positivo, más tendente a sumar que restar.

El mundo puede verse desde esas dos ópticas. El amor a la patria, por ejemplo, suele entrar en este campo de discusión. Quienes lo ven como un lastre le llaman despectivamente nacionalismo; con fuerte basamento histórico, anotan resultados desagradables etiquetados bajo ese nombre, dándole la connotación más negativa posible bajo todo punto de vista. Y sí, en efecto, la historia registra excesos en la interpretación del nacionalismo, llevándolo al extremo de convertirse en algo excluyente, xenófobo y discriminatorio. Bajo esta visión, el nacionalismo ha alimentado odios entre etnias y vecinos, ante visitantes y ante momentos específicos de la historia de los pueblos. Una visión reciente y cercana, que muchos podemos comentar con amargura: el nacionalismo escondido detrás del rechazo de los cazadores de inmigrantes del grupo Minuteman, en la zona fronteriza de Texas.

Sin embargo, hay otra forma de ver el nacionalismo. El orgullo de ser guatemalteco, mexicano, chileno, colombiano o de la nacionalidad que se tenga. El orgullo a ser parte y exponente de una cultura, de un soñar. El orgullo bien llevado de apreciar la historia, cultura y esfuerzo del pueblo al que se pertenece. El orgullo de pertenecer a una nación, con sus luces y sombras, pero pensando en no renegar ni deformar lo que se es, sino en vivirlo intensa y plenamente, sin asomo de chauvinismos ni discriminaciones.

Simplemente, un nacionalismo vivo, alegre, positivo, que empuja a buscar la unidad y encontrar las mejores oportunidades a favor de la nación a la cual se pertenece y con la cual uno se identifica. No es otra cosa que la emoción y la unidad sentida cuando alguno de nuestros intelectuales, artistas o deportistas brilla a nivel internacional. Eso es aquí y en cualquier parte nacionalismo positivo.

Ese es el otro nacionalismo, el que niegan los extremistas de lo negativo, y al cual se puede adherir aquel que esté seguro de lo que es, de lo que piensa y de lo que espera construir. Un nacionalismo positivo capaz de hinchar la ilusión y sobreponerse a las sombras para irradiar luz a cada paso.

Si aprendemos que en la vida se puede sumar mejor que restar, habrá espacio para verle al mundo una oportunidad. Critiquemos, sí, pero pensando en mejorar y corregir, no solo en hundir y acusar. Creo que es un tema de personalidad lo que al final marcará la gran diferencia entre cómo ver la vida y, sobre todo, en cómo accionar y reaccionar ante la realidad.

Yo, me quedo con la opción de la luz, de lo positivo, de lo que sume y nos una. Me quedo con la versión positiva del nacionalismo, ese que aporta y que no solo critica.

Guatemala, 30 de Enero, 2013

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