El desafío a la autoridad como signo de estos tiempos acentuó su presencia en la escena nacional en los últimos siete días. Una notable abogada murió bajo las balas de sicarios, y un polémico reo fue detenido fuera de prisión en condiciones que aún se deben aclarar; por tercera vez en el mes, un grupo de guardias del sistema penitenciario sufrió un atentado armado, casi al mismo tiempo que una requisa en una de las prisiones claves permitía una nueva confiscación de teléfonos celulares y otros objetos prohibidos. Más balas para acallar el diálogo: eso es lo que deja en la conciencia ciudadana el asesinato de la abogada Lea de León, penalista muerta por sicarios el jueves de la semana anterior. Sin miramiento alguno, la firmeza de la abogada De León pasó a ser historia pocas horas antes de iniciar una jornada en la que, como muchos días de su agitada vida como litigante, encabezaría la exposición legal de algunos clientes polémicos.
Ninguna excusa sirve hoy para entender qué ha ocurrido en torno a su asesinato. No quiso protección del Gobierno, señalan fuentes oficiales, para preservar su independencia y recio trabajo profesional.
El asesinato sigue siendo una de las más ignominiosas manifestaciones del salvajismo, y la intolerancia campea aún en nuestro país, segando vidas útiles y mutilando esperanzas. Pero, sobre todo, es una práctica maligna porque presiona a la sociedad y, en la angustia colectiva, cierra la oportunidad de resolver en ley y dialogar sobre las diferencias. Muere la víctima bajo las balas asesinas, pero también se ahoga la esperanza de vivir en un sistema que funcione.
En medio del dolor por esta y otras muertes, cabe pensar en cuál es el destino que nos tocará correr.
Avanzaremos como sociedad cuando la violencia decrezca y los mecanismos de administración de seguridad y justicia funcionen. Pero mientras ese utópico momento llega, no nos queda sino decidir en cuál parte de la ecuación social estamos dispuestos a quedar como sociedad. Hasta ahora, la mayoría hemos quedado en el papel de observadores y/o víctimas potenciales. No intervenimos en problemas de otros por temor a salir afectados lateralmente, en especial si quienes delinquen tienen el alma despiadada y las autoridades actúan firme pero tardíamente. Confiamos poco en la capacidad de la justicia para proteger a los ciudadanos, y aunque tenemos fe en la intención de las autoridades, poco o nada hacemos para ser algo más que espectadores o víctimas.
Ese desinterés de los ciudadanos por ayudar a sus autoridades no es gratuito. Se ha construido tras la experiencia de gente como Lea de León, que creyeron en el sistema de justicia y murieron tratando de hacerlo valer. Se fomenta la apatía y desconfianza en las instituciones y sus mecanismos cada vez que se hace una denuncia y por respuesta se tiene persecución y amenazas nacidas justamente en los sitios de denuncia.
Aun así, sigo pensando en que participar en la identificación y denuncia de los asesinos y mareros puede ser la salida. Unir la fuerza de los ciudadanos honestos para hacer frente a los delincuentes puede sonar atrevido, pero se pinta como una de las soluciones más razonables, aun y cuando requiere grandes dosis de fe en el poder de los ciudadanos.
¿Tendremos el valor de hacerlo así? ¿Cuántos guatemaltecos más deberán morir a manos de los sicarios para que tomemos conciencia de que ante la impunidad que da el clandestinaje solo la denuncia ciudadana funciona?
Guatemala, 20 de Febrero 2013
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